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RESEÑA:
El niño resentido, editado recientemente por Reservoir Books (Sudamericana), es un relato autobiográfico escrito por el cineasta y poeta César González, que narra con precisión su infancia y adolescencia en la villa Carlos Gardel, ubicada en la zona oeste del conurbano bonaerense. Con un padre ausente y una madre dieciséis años mayor que él, adicta a la cocaína y que a sus 24 años cae presa por robo, el niño vive junto con sus hermanos y su abuela, único sostén económico de la numerosa familia, en una vivienda precaria.
Resulta un verdadero desafío acercarse, lenta pero irreversiblemente, a la vida cotidiana de un niño que habita en un barrio popular, rodeado de privaciones de todo tipo, aunque también de anhelos, como cualquier ser humano que ve la injusticia de que unos tengan todo y otros, nada, materializarse frente a sus ojos: "En ese entonces mi razonamiento era bien simple: ¿Por qué algunos tuvieron de todo y yo no tuve nada? ¿Quién explicaba las razones de esa desigualdad tan obscena? No me sentía parte del mundo y estaba dispuesto a morir, pero antes, aunque sea irrisoriamente, tendría algo que maquillara mi pobreza".
De esto se trata esta crónica, tan honesta como cruda, en la que el autor no recurre a las metáforas ni al lirismo para describir minuciosamente el día a día de un niño que, al mismo tiempo que va a la escuela primaria, cirujea para comer y empieza a consumir drogas y cometer delitos. La narración, organizada en capítulos muy breves, todos ellos encabezados por un título alusivo, está centrada entre los 7 años, momento en el que comete su primer robo, una camiseta de fútbol marca Adidas, y la mayoría de edad del protagonista.
Sin ánimos de despertar compasión en los lectores y lectoras mediante la victimización, el relato da cuenta del día a día de un pibe villero que, como tantos otros que lo rodean, empieza a jalar poxirran en su último año de escuela primaria y a consumir marihuana y cocaína, también, a una edad muy temprana. Luego comenzarán los robos (estéreos y otras cosas que encuentra dentro de los autos) y a los 15 años ya forma parte de una banda de delincuentes, etapa en la que el consumo de todo tipo de drogas es condición sine qua non para salir a robar.
Hay, además (siempre con la complicidad de un lenguaje directo, filoso, del que el escritor hace gala), el detalle de los robos “que salieron mal” y por los que terminó gravemente herido (como el de un balazo en el estómago que lo dejó al borde de la muerte y cuya salvación milagrosa se la adjudica al gauchito gil, que se había tatuado en el pecho justo una semana antes del tiro) e internado, en más de una oportunidad, en institutos de menores. Sin embargo, y a pesar de las consecuencias recién mencionadas, la recuperación de cada una de sus “derrotas” significaba, simple y llanamente, una nueva oportunidad para cobrarle a la sociedad alguna parte de su deuda: “ Vivir en una casa tan pobre, apretados, dormir sobre un desnutrido colchón, en un lugar donde nadie de la familia tenía un cuarto propio, donde el único salario era el de mi abuela, deseaba que deseara estar al ciento por ciento de mis capacidades físicas para reanudar cuanto antes mi vida callejera. Robar era mi minúscula revancha”.
Por otra parte, a la vez que el narrador cuenta su experiencia en primera persona, aparecen elementos del contexto en el que se desarrolla esta crónica autobiográfica, como, por ejemplo, la crisis del 2001 en la que aparecen los saqueos a supermercados, hito en la comunidad villera que hace que, por primera vez, les sobren la comida y los productos de limpieza.
Nos queda pendiente, eso sí, para los que venimos siguiendo la carrera del tan querido como talentoso César González, poeta, ensayista y director de cine, qué pasó después o, mejor, cómo llegó a transformar todo este dolor y resentimiento en arte. ¿Habrá que esperar entonces una segunda temporada? Aquí estaremos, claro que sí.
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